Desde que está a mi lado el mejor amigo del hombre, no tengo más remedio que mirar con frecuencia hacia el suelo.
Y lo que veo no resulta demasiado agradable ni a la vista, ni al olfato. A veces ni siquiera al tacto, aunque sea el hipotético tacto de los zapatos.
Está claro que los perros son unos animales fieles, cariñosos, simpáticos e incluso muchas veces entrañables.
Pero no dejan de ser animales. Y como tales, tienen unas necesidades fisiológicas que deben ser satisfechas con cierta periodicidad.
Un perro no es un peluche de felpa que se puede tener encima de una cama o en un estante como un adorno y que solo necesita que le sacudan, cada cierto tiempo, para quitar el polvo acumulado.
Tener un perro obliga a realizar determinadas acciones, muchas veces desagradables, que no se harían, ni por asomo, en otras condiciones.
A veces pienso lo fácil que sería controlar a los perros que pululan por nuestras calles. Es imprescindible "educar" a sus dueños. Solo con obligarles a cumplir las leyes existentes sería suficiente.
Hoy, mientras daba el necesario paseo mañanero con mi perro, me fijé en una mujer que caminaba unos pasos delante de mí. La acompañaba un pequeño Fox Terrier de pelo duro.
Era delgada, estaba en la década de los cuarenta, tenía el pelo rubio con el corte y las mechas precisas para darle un aire juvenil, moderno y falsamente descuidado.
Llevaba un vestido de serie, pero con un diseño funcional y cierto toque personalizado que lograba realzar su estilizada figura.
Las pequeñas botas eran de tacón alto y fina piel marrón, a juego con un pequeño bolso que colgaba de su hombro izquierdo.
Tenía un andar rápido y nervioso, que la obligaba a dar bruscos tirones de la correa.
De vez en cuando miraba hacia atrás, posiblemente quería confirmar que el perro continuaba atado a la correa y descartar que el sufrido animal no hubiese tenido una luxación cervical.
En algún momento no tenía más remedio que detenerse, pues el perro se empeñaba en parar a olisquear alguna zona especialmente olorosa del suelo. En esos casos se podía apreciar el disgusto de la mujer por el rictus de su cara.
Estaba claro que se veía obligada a sacar a pasear al perro.
En un momento determinado, el pequeño animal se detiene con decisión y firmeza. Se coloca en la posición precisa y termina dejando un consistente regalo en el suelo.
La mujer mira con desagrado al perro, sin inmutarse da un fuerte tirón de la correa y continúa caminando como si no hubiese ocurrido nada.
Pasa olímpicamente.
No tiene la más mínima intención de recoger el obsequio que acaba de dejar su perro en la acera.
No me pude contener.
Visto lo visto, acelero el paso, meto una mano en mi bolsillo de la chaqueta y saco una de las bolsas de plástico negro que llevo, mientras digo en voz alta:
-¡Señora!. ¡Eh, señora!.
Ella se detiene, gira el cuerpo y, mientras me mira con cierto desdén, me pregunta:
-Si. ¿Dígame?.
Con cara franciscana y la mayor de mis sonrisas, le doy la pequeña bolsa negra y contesto:
-Tenga, señora, una bolsa para que pueda recoger los excrementos de su perro. A mi alguna vez ya me pasó que se me olvida la bolsa en casa y es muy desagradable tener que volver, de nuevo, a recogerlos.
Primero se pone pálida, luego noto que aumenta el rictus de su cara y comienzan a marcarse las venas de su cuello.
Está a punto de contestar algo. Al final, lo piensa mejor y se contiene.
Respira hondo, coge la bolsa con cierta brusquedad. Me da las gracias con los labios apretados, casi escupiendo las palabras.
Se da la vuelta para ir a recoger lo que su perro había dejado en el suelo unos metros atrás.
Miré durante un momento como se agachaba para recoger los excrementos. Seguro que se estaba acordando mentalmente de toda mi familia.
Luego continué caminando mientras sujetaba la correa de mi perro.