AÚN ESTOY A TIEMPO DE DESEAR A TODOS
UNA GRAN NOCHE DE PAZ Y AMOR
¡FELICES FIESTAS!
Un sereno paseo por el alma...
Recuerdo que tenía unos cinco años.
Fue la primera vez que subí tan alto, al menos la primera vez que recuerdo.
Era un edificio enorme, situado cerca de una famosa plaza de la ciudad.
Después de montar en un rápido ascensor, me encontré en un balcón acristalado y reforzado con un enrejado de acero inoxidable.
Con cuidado y mucho miedo, mientras me sujetaba con las manos a los barrotes que protegían el cristal, acerqué la cara y miré hacia abajo.
Al principio sentí un vacío en el estómago, la distancia hasta el suelo me pareció enorme, pero en poco tiempo me fui acostumbrando a aquella desagradable sensación.
Empecé a distinguir multitud de puntitos que se movían con rapidez y sin ningún control. Enseguida supe que eran personas.
Mucha gente andaba o corría en todas direcciones, aparentemente sin que supiesen bien a donde iban.
Desde arriba daba la sensación que estaba contemplando la entrada de un hormiguero donde multitud de hormigas se movían como si buscasen algo que nunca llegaban a encontrar.
Años después volví a tener la misma sensación estando asomado al balcón de un hotel situado en una de las esquinas de la Plaza de Cataluña.
Apoyado en la barandilla, mientras miraba a todas aquellas personas entrando o saliendo de las bocas del metro, pensé en la idea de un Dios todopoderoso y sentí un escalofrío.
Si ese Dios fuese real y no un producto cultural fruto de nuestras limitaciones humanas.
Si ese Dios, en algún momento, tuviese la dudosa necesidad de mirarnos desde arriba.
Seguro que no pensaría en nuestro utópico libre albedrío.
Solo “pasaría” de nosotros como nosotros “pasamos” de las hormigas en la entrada de su hormiguero.
Hace varios días que no voy al “hiper”. Supongo que no tengo los niveles precisos y en cantidad suficiente de depresión acumulada.
Me explico.
Tengo la teoría, compartida por muchos, de que la gente va a los supermercados no solo a comprar las cosas que no necesita, sino que utiliza las compras y sobre todo la permanencia en esos enormes espacios como válvula de escape para intentar borrar sus frustraciones, depresiones, tristezas y desilusiones.
Saben, todos sabemos, que el día que “toca” ir al supermercado es para comprar algo.
Lo que sea.
Aunque no necesitemos nada.
Una vez allí, seguro que encontraremos algo totalmente inútil, cualquier cosa que no nos hace ninguna falta pero que acabaremos comprando.
La ausencia crónica de dinero ya no es un problema, al menos no el más importante, tienes en la cartera la "maravillosa" tarjeta. Ese pequeño pero poderoso rectángulo de plástico que te regala el propietario para poder “quemarlo” en lo que quieras.
Luego, a un mes vista... ¡Dios dirá!.
Multitud de parejas pasean, con miradas entre perdidas y somnolientas, empujando un carrito por las distintas zonas del hiper.
¿Porqué se llamará “carrito” si es enorme?.
Y es que el tamaño, como en otros casos, si es importante, así nunca parecerá que está lleno.
Caminan por un estrecho pasillo delimitado por montones de productos con grandes letreros de “rebajados”.
Los mismos productos que diez días antes estaban medio ocultos y a mitad de precio en la zona inferior de cualquier estante.
En un vano intento de anular todo aquello que les frustra, la gente va metiendo en el carro los artículos ofertados sin pensar en la falta que les hace.
Está claro que no se puede desperdiciar tanto regalo por parte del dueño.
Por ejemplo: con un kilo de naranjas te ¿regalan? un exprimidor.
Un marido le recuerda a su pareja que ya tienen exprimidor en casa.
La mujer queda un momento pensativa, pero rápidamente contesta mientras mete dos bolsas de naranjas en el carro:
-Es igual. Por si se rompe el que tenemos.
Al ver la cara de interrogación del acompañante, la mujer le dice:
-Meto dos bolsas y así podemos regalarle un exprimidor a tu madre que seguro que lo necesita.
El marido, con cara de resignación, contesta en voz baja:
-¡Pero si ella también tiene uno!.
La mujer da la callada por respuesta y sigue empujando el carro, ahora con dos bolsas de naranjas y dos exprimidores de regalo en su interior.
Sabe, se nota en su cara resplandeciente, que hizo un buen negocio.
Por fin llegan al final del pasillo, está tan al final, que para volver a salir tienen que recorrer todo el local.
Y es grande hasta decir: ¡basta!.
Los siguientes pasillos parecen formar parte de un indescifrable laberinto donde los productos que realmente necesitan cambiaron de sitio por arte de algún mágico embrujo.
Todo sea por hacer ejercicio y de paso meter más cosas innecesarias en el dichoso carro.
Que por cierto, ya está completamente lleno, y eso que parecía grande.
Está claro que el propietario del local piensa en todo.
Burro grande...
El marido, mirando al carro piensa que hubiese sido mejor haber cogido una cesta. Pero ya es demasiado tarde.
Mientras buscan la salida se encuentran con las galletas que no les gustan pero que vienen en una caja metálica muy útil para guardar esas “cosas” perdidas por algún cajón.
El marido tiene la osadía de pensar, sin atreverse a decir nada, en las tres cajas iguales que ya tienen en casa, sin abrir y llenas de las dichosas galletas.
Mientras, las “cosas” siguen perdidas por algún cajón.
Un poco más allá tropiezan con las mermeladas, todos los frascos están bien colocados, los más caros están situados en el estante que queda a media altura, un poco por debajo de los ojos, fáciles de coger. Incluso el carrito "colabora". Tiene la tendencia, si lo empujan con la mano izquierda, de desviarse hacia la derecha, hacia el estante que están mirando en ese momento. ¿Pura casualidad? ¿Física elemental? ¿Unas ruedas más frenadas que otras?.
La verdad es que ninguno de los dos recuerda si les queda mermelada en casa.
Bueno, es igual, se llevan dos botes por si les hiciese falta. Además, ¡están en oferta!.
Después de conducir el contenedor, sorteando a los que vienen de frente, llegan al área de las cajas para pagar.
Ahora toca encontrar la caja que tenga menos gente esperando y que parezca que vaya más rápido.
Pero esa es otra historia. Se la contaré otro día.
Por que siento que sientes
Cuando vibra mi piel por un gesto
Sonrío despacio, es tu aliento
Bucle del tiempo aturdido
Y me miras, y te miro
Descubro el silencio, un olvido
Un año más, uno menos
Bajo tus pestañas se ocultan
los rincones perdidos
Y me miras, y te miro
Paraísos de oscuros secretos
Sensación de humedad encubierta
Mano que roza una curva
Se pierde, se acerca, me aturde
Y me miras, y te miro
Encuentros, ausencias, descuidos
Clandestinos besos furtivos
Pequeñas tristezas, alegres rumores
Cobijos de ofensas, ternuras o mimos
Y me miras, y te miro
Hoy me encontré con un señor que podría tener unos, muy bien llevados, ochenta años.
Vestía con exquisita distinción un buen traje gris, camisa blanca y corbata. Me fijé que llevaba gemelos y pasador de corbata. Sus zapatos estaban relucientes.
Llevaba buen paso, supongo que en dirección a una de las iglesias de la pequeña villa norteña donde vive. Era cerca del mediodía y las campanas tañían llamando a la misa de las doce.
Yo iba en dirección contraria y cuando llegamos a la misma altura, se detuvo.
Con mirada triste y voz emocionada me dijo:
-Le envidio. Pasea usted con el único amigo que va a tener en su vida.
Puse cara mitad de asombro y mitad interrogativa. Al mismo tiempo que le preguntaba:
-¿Tiene usted uno?.
-Lo tuve durante doce años. Por desgracia se me murió hace cinco.
-Cuídelo- Continuó diciendo.
-Aún recuerdo lo mal que lo pasé cuando lo perdí- Mientras decía esto, sus ojos se llenaron de lágrimas.
-¿Por qué no busca otro?- Le pregunté.
-Ahora ya no me dejan tener otro. Vivo en una residencia de ancianos y no los permiten.
Desconcertado, sin saber muy bien que decir, me despedí con la excusa de seguir el paseo.
El anciano miró hacia abajo y una pequeña sonrisa se dibujó en sus pálidos labios.
Unos vivarachos ojos le devolvieron la mirada.
Dio media vuelta y continuó su camino.
Miré hacia atrás, noté que su paso era más lento, me pareció que su figura se había empequeñecido a pesar de la poca distancia recorrida.
Bueno. Ya estamos en ello.
Uno va recuperando la "normalidad".
Después de varios días de lucha contra el minúsculo virus.
Se nota que esto va algo mejor.
Pero, ¡cómo cuesta vencerle!.
Y es que no hay enemigo pequeño.
Se empieza la guerra “mojando” pañuelos.
Y te acuerdas de los “requemados”.
Acabas re-quemando un cazo.
Salpicando de caramelo media cocina.
Incluso llegas a quemarte la mano.
Y encima, todo va de mal en peor.
Pero, ¡que bien sabe el caramelo con leche!.
Luego pasas a la miel con limón.
Vahos de eucalipto.
A sudar en la cama bajo tres mantas.
Y nada...
Estás perdiendo todas las batallas.
Incluso temes perder la guerra.
Por momentos crees estar en la “madre” de todas las guerras.
No tienes más remedio que dar un salto cualitativo.
Empieza la danza de la farmacopea.
Pomada grasienta en el pecho con olor penetrante.
Jarabe dulzón para esa tos agarrada.
Se agarra tanto que no te suelta.
Luego unos sobres con sabor a todo,
menos a lo que dicen que saben: a naranja.
Te dan sueño, pero no te quitan lo que prometían quitar.
Ya van 5 días de tos, dolor de cabeza, fiebre, tiritonas...
Vamos, lo típico en una gripe poco original.
Te duelen hasta los pocos pelos que te quedan.
Hasta que la susodicha deja de ser convencional.
Pues eso. ¡Cómo éramos pocos, parió la abuela!.
Dolor en la frente y a los lados de la nariz.
Cambio de color en los pañuelos.
Se une la sinusitis a la fiesta.
Nuevo salto en el tratamiento.
Al parecer, los virus sacan a bailar a las bacterias.
Toca antibióticos.
Después de unos interminables días, remite casi todo...
Para comenzar la diarrea.
La flora intestinal no se lleva demasiado bien con ciertas cápsulas.
Y es que no hay nada como un buen tratamiento.
Para rematar la faena.
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