jueves, marzo 22, 2007

EL EFECTO LAVADORA I


No cuesta mucho imaginar la situación. Seguramente ocurre todos los días. Es posible que se repita con mucha más asiduidad de lo que la gente cree.
De algo tienen que vivir.
¡Los pobres!. Digo, ¡los que arreglan lavadoras!.
Pero no divaguemos, que al final, con tanto ir uno por los cerros de Úbeda, pasa que no-pasa nada y acaba la entrada, como es costumbre, igual que empieza.
Como intentaba decir, ocurre todos los días. Pero esta vez me tocó a mí. Llegó la suerte a mi casa. Mala suerte.
Se estropeó la lavadora.
Si puede ocurrir, ocurre. Y a mí me ocurrió.
Como casi todo hijo de vecino que se valore y viva más o menos solo, uno es muy apañado y sabe poner la lavadora.
¡Faltaría más!.
Incluso tengo la osadía de separar la ropa por colores para que lo blanco no acabe en el tendal de un color rojo desteñido.
El perro por ahora no cuenta, aún no aprendió como funciona ese cacharro, pero todo se andará.
Pues eso. Estaba llena la susodicha y ya en funcionamiento.
Yo, mientras ella hace lo que debe hacer y para lo que se supone está programada, me dedico a leer un libro, regalo del último cumpleaños.
¡Bendita sea la hora!.
Entre hoja y hoja, tengo la desagradable sensación de oír el ruido que produce el agua cuando va por donde no debe ir.
Pienso, de nuevo, en los efectos del cambio climático, pero rápidamente confirmo que el problema es mucho más prosaico.
Desde el pasillo veo el brillante reflejo producido por el agua de un hermoso lago que crece por momentos. Ya ocupaba la mitad de la cocina y avanzaba hacia la cercana habitación amenazando con empapar la primera alfombra.
De repente me vino a la memoria la secuencia de “Fantasía” donde Mickey Mouse intentaba achicar el agua producto de sus inexpertas artes mágicas, con el sonido de “Aprendiz de brujo” de Paul Dukas como música de fondo.
Mientras recordaba la película, la lavadora seguía empecinada, con idéntica y rápida velocidad, en llenarse de agua por un sitio y vaciarse por otro.
Con la alegría de quien anda descalzo por casa y a riesgo de alumbrar como árbol navideño, logré apretar el botón que detuvo el alma de la infernal máquina.
Fregona en mano y tras varios intentos, logré recoger hasta la penúltima gota del no tan apreciado líquido.
Tras el esfuerzo, miro la lavadora. Ella me mira a mí. El tambor lleno de agua y la ropa dentro.
¿Sacar la ropa o no sacar la ropa?. He ahí la cuestión.
Dudo que el forjado del suelo soportase otra inundación semejante a la anterior sin que sus efectos no implicasen un cambio en la decoración del techo de mi vecino.
Visto lo visto, decido que debo llamar al técnico de la lavadora.

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