lunes, marzo 26, 2007

EL EFECTO LAVADORA III


Uno suele ponerse nervioso cuando de forma programada y a una hora determinada alguien va a venir a casa. Aunque solo sea el que va a reparar la lavadora.
Siempre miramos si algo está fuera de su sitio, si está limpia la encimera o si algún calcetín está tirado donde no debe. Esto último suele ocurrir cuando el mejor amigo del hombre se empeña en ayudarte a colocarlos.
Las nueve y media de la mañana. Espero con cierta impaciencia a que suene el timbre mientras hago un poco de tiempo mirando la televisión.
Diez y cuarto. Se retrasa.
Supongo que estará buscando donde aparcar. Lo tiene crudo, entre las bandas azules, las amarillas y el aumento de las aceras, cada vez se hace más difícil lograr un pequeño trozo de calle donde poder dejar el coche.
Once menos veinte. Este no llega. ¿Se le habrá olvidado?.
¿Le daré una llamada perdida al móvil?.
Mejor no. Seguro que salta el contestador automático.
Las Once. Esperando que los hados me sean propicios, hago la llamada.
Inocente de mí.
Si es qué... Lo dicho, la amable señorita empeñada en que deje un mensaje a partir de la señal. Al menos mi compañía telefónica no perdió la llamada.
Once y cuarto. Suena mi móvil.
No me da tiempo ni a preguntar quien es. Es él. Reconozco su voz, aunque suena gangosa. Como de alguien que acaba de levantarse de la cama.
Comienza a hablar con rapidez.
Me dice que no puede venir a la hora prometida (necesitaría una máquina del tiempo para lograrlo) pues no pudo acabar la faena que tenía programada con anterioridad. Surgieron problemas y tendrá que estar más tiempo.
¡Morro que tiene el tío!.
Asegura que sin falta, a las cuatro de la tarde estará en mi casa para solucionar mi problema. Logro meter baza entre su bien aprendida disculpa y le pregunto:
-Pero... ¿No tenía toda la tarde ocupada?.
Me contesta que dada la urgencia, y por ser para mí, me hará un hueco en su agenda.
Resignado le digo que de acuerdo. Le esperaré a las cuatro.
Son las cinco de la tarde. Estoy tras la puerta de toriles dispuesto a embestir a quien tenga la osadía de ponerse por delante. Y no llega.
Cinco y diez. Toca el timbre. El señor técnico. Tiene guasa la cosa.
Abro la puerta, más y nuevas disculpas. El aparcamiento que está de miedo. De miedo estaba mi mirada. En esos momentos comprendí a Medusa, una de las tres míticas Gorgonas. Respiro hondo y logro calmar mi taquicardia.
Al entrar y con cara de no haber roto un plato, me pregunta dónde está la lavadora. Apaciguados mis ánimos, le guío hasta la cocina y se la enseño.
Le explico cual es el problema.
Me indica que va a tener que sacar el agua y que, dado que no se puede poner en marcha la lavadora, la única forma de hacerlo es abriendo la tapa.
Ingeniosa solución. Y pensar que mi ropa y yo estuvimos esperando cuatro días por una propuesta más inteligente.
Me pide un cacharro grande para recoger el agua y la ropa que salga, con el fin de no mojar en exceso el suelo.
Mejor no cuento el resultado. Sobra imaginación para saber como acabó la cosa.
Diez minutos después de usar la fregona, saca la lavadora de su sitio donde estaba empotrada.
Le quita la tapa superior. Mira sus interiores.
Al parecer tiene roto un tubo de goma por donde evacua el agua. Culpa del desgaste de los materiales. Lo cambia. Prueba si la lavadora funciona.
¡Por fin!. El agua se larga por donde debe hacerlo. Vuelve a colocar la tapa y a meter la lavadora en su sitio. Da por concluida la reparación.
Y yo me pregunto: ¿Para qué demonios, tuvo que sacar el agua del interior de la lavadora? ¿No podía realizar la reparación con el agua dentro?.
¡Es listo el tío!.
Antes de que yo hiciese efectivo mi pensamiento y realizase las preguntas en voz alta, va y me dice que tuvo que sacar el agua previamente para así poder poner en marcha la lavadora y saber por donde perdía... ¿?. Uhmmm...
Dije que era listo, no que fuera inteligente.
Bueno... la lavadora está arreglada.
Ahora la factura. Importante que los papeles sean por duplicado.
El desglose era perfecto. Teniendo en cuenta el famoso IVA, el desplazamiento, la mano de obra (la fregona la usé yo, no cuenta) y, después de mirar el reloj para saber el tiempo ocupado en la reparación, sale un total de cincuenta y ocho euros con cincuenta céntimos.
En la factura incluye el precio del material reemplazado.
Un poco más y compro una lavadora nueva. ¡Casi sesenta euros por cambiar un pequeño tubo de goma en cinco minutos!.
Firmo y pago religiosamente la factura.
Busqué en el monedero los cincuenta céntimos. Supongo que no se dio por aludido.
Recoge las herramientas y se despide con un, hasta la próxima.
¿Irónico? ¿Vengativo?. Mejor no le contesto.
Cierro la puerta con cierta brusquedad tras su marcha y pienso si no habré cometido un grave error al dedicar tantos años de mi vida a estudiar una carrera.

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