jueves, noviembre 15, 2007

NADA ES VERDAD NI ES MENTIRA


Ayer, mientras revisaba y ponía en orden viejos ficheros, ya olvidados, en el fondo de uno de mis discos duros portátiles, encontré este pequeño relato.
Después de releerlo y tras hacer unas pequeñas correcciones sin ningún intento de autocensura, pensé, con bastante atrevimiento, subirlo al blog.
Aquí va... por si alguien tiene la suficiente paciencia y ociosidad como para leerlo.

EL DÍA DE AUTOS

El lento paso del tiempo en el reloj situado en el centro de la plaza sobre un pedestal de hierro forjado, no lograba ocultar el temblor nervioso de mis piernas.
La brisa fría del otoño que se acaba, movía lentamente las hojas maduras de los árboles y lograba que algunas de ellas se deslizasen suavemente hacia el suelo en una danza triste.
Me encontraba sentado en uno de los bancos que había alrededor de una plaza circular, situada en el centro de un frondoso parque, no muy grande, al norte de la ciudad.
Muchas lenguas viperinas dicen que es poco recomendable pasear por sus senderos, al atardecer. Supongo que es una buena razón para perderse, de vez en cuando, entre sus oscuros matorrales.
Aquella tarde la espera comenzaba a hacer efecto en mi ánimo. El cielo amenazaba con unas nubes negras que no dejaban pasar la poca claridad que aún debería de existir.
La fría brisa se filtró a través del cuello de mi camisa y una desagradable sensación invadió mi cuerpo. Me puse en pie, con movimientos rápidos, mientras metía las manos entumecidas en los bolsos de la chaqueta.
El reloj marcaba las ocho y cuarto.
Miré alrededor. Poco a poco los ancianos sentados en los bancos del parque fueron desapareciendo como si hubiesen sido borrados por un pincel misterioso que deja la sensación de un triste vacío.
Ya se habían ido con sus madres y abuelas los niños que poco tiempo antes corrían alegres mientras sus pequeñas y ávidas manos intentaban capturar alguna atrevida paloma. Nunca lo lograban. Pues estas se escabullían asustadas en vuelo rasante hacia el viejo palomar situado en un lateral de la plaza.
A lo lejos aún se podía ver la imagen, desdibujada por la penumbra, de un joven vestido con ropa deportiva, de piel morena y pelo lacio. Con una mano sujetaba con fuerza su perro mediante una cadena de gruesos eslabones que relucían al moverse.
Era el mismo que había estado sentado, poco tiempo antes, en uno de los bancos de la plaza, con sus ojos fijos en mí esperando una mirada de reciproca complicidad que no tuvo.
Una farola se encendió con un leve tintineo y su luz mortecina alumbró un difuso círculo alrededor de su base. La intensidad de la luz fue aumentando a la misma velocidad que mi nerviosismo. Todo mi cuerpo estaba tenso, no solo por el frío de aquel atardecer sino por la incertidumbre de la espera.
Dando algunos pasos hacia atrás, me aparté del círculo luminoso acusador y lentamente fui bordeando la pequeña plaza cubierta de hermosas flores. Tenían un color azulado, extraño y fantasmagórico. Parecían brillar como si sobre ellas alumbrase una lámpara de luz ultravioleta.
Sabía que ya no iba a venir.
Era absurdo seguir esperando y empecé a pensar que tampoco valía la pena. Era imposible que aquel muchacho, joven y hermoso se acordase de aquella relación que para él seguramente solo había sido una más entre tantas.
Yo también había hecho lo mismo en otra época ya lejana.
Con un regusto amargo en mi boca se hicieron vivos en mi memoria los recuerdos que ya creía olvidados por el paso del tiempo. Recordé algunas caras golosas que me miraban en los baños públicos mientras cumplía con una necesidad urgente.
Me resultó gracioso, casi ridículo, pensar en aquellos hombres inmóviles en los urinarios, imitando realizar una función fisiológica, mientras sus miradas lascivas contemplaban sin ningún recato mi bragueta abierta, esperando la más mínima insinuación para pasar a la acción.
Algunos se atrevieron a tocarme, otros llegaron más lejos y lograron hacer fluir a borbotones mi semilla entre los blanquecinos urinarios.
Intenté fijar alguna de aquellas caras, quise dibujarlas en mi cerebro, pero ninguna se hizo diáfana, todas se difuminaron en una niebla espesa y pegajosa.
Solo fueron una chispa, un vago recuerdo en mi camino, nada importante, ninguno logró esbozar una marca perdurable en mi memoria.
Evocando aquellos momentos, intenté imaginar las sensaciones que tuvieron aquellos hombres al estar a mi lado, alguno pudo llegar a enamorarse de mi cuerpo, de mi mirada, de mis tímidos toqueteos.
En aquellos instantes, yo solo quería una descarga rápida de mis hormonas para luego salir huyendo lo más rápido posible.
Ahora les comprendo, incluso pueda que sienta las mismas emociones que ellos. Es tarde para corresponder con una sonrisa complaciente o con una mirada agradecida.
Mientras paseaba lentamente por el parque, mi mente volvió a la realidad de hace unos pocos meses. Hice que la imagen de aquel muchacho reviviera dentro de mí, repitiendo las circunstancias que me llevaron a conocerle.
Hacía tres meses que lo había visto, pero pensé que solo habían pasado unos pocos minutos.
Era un domingo a última hora de la tarde. Fue un encuentro casual mientras andaba con lentitud y cierto temor por una de las oscuras sendas del parque.
En una esquina formada por el brusco cambio de dirección de un largo seto, un par de muchachos hablaban entre ellos mientras miraban de reojo a otros jóvenes que pasaban a su lado.
Desde lejos me fijé en ellos, uno era delgado, quizás demasiado, con nariz grande y aguileña, pelo rubio, teñido, vestido con un pantalón ajustado y una camisa a cuadros. Pronto me olvidé de él, fue un olvido comprensivo y excusable.
La culpa la tuvo su amigo. Era hermoso, de piel morena y pelo negro algo rizado, su cuerpo se adivinaba musculoso y fuerte bajo la camiseta de manga corta que llevaba. Una cazadora de cuero negra le protegía de la frialdad del atardecer.
Me acerqué un poco más a ellos, me miraron y el muchacho delgado hizo a su amigo un discreto comentario al oido acompañado de una sonrisa maliciosa. Le dio un beso en la boca para despedirse y con pasos cansinos fue hacia una de las salidas del parque. Antes de desaparecer entre los árboles, sus ojos negros me sonrieron con complicidad. Devolví la mirada con agradecimiento, mientras las sombras le ocultaron cuando se alejaba.
El otro muchacho cogió una pequeña rama y se puso a retorcerla y mordisquearla con movimientos nerviosos, mientras me miraba de soslayo.
Nos miramos, manteniendo la mirada. Amago de sonrisa cómplice y complaciente. La distancia se hizo más corta entre ambos. Nos saludamos. Nueva sonrisa. Conversación nerviosa, banal, intranscendente.
Ojeada furtiva en busca de posibles y desagradables miradas extrañas. Demasiada luz y demasiados ojos. Emprendimos, juntos, una huida hacia las negras sombras de los arbustos.
Él iba delante, yo un poco detrás, al pasar cerca de otra farola vi que su pantalón marcaba unos hermosos glúteos, cintura estrecha, estaba fuerte, se notaba que iba al gimnasio, que era joven, quizás demasiado.
Por el rabillo del ojo sentí la irritante sensación de algunas miradas envidiosas ocultas tras los arbustos que nos rodeaban. Aceleramos nerviosos el paso y pronto fuimos cubiertos por el manto de la oscuridad protectora. Pasamos por debajo de unas ramas de un enorme roble. El muchacho apoyó primero sus manos y luego su espalda contra el tronco. Entonces vi su cara muy cerca de la mía, era muy hermoso, la sujeté entre mis manos, volvió a sonreír.
Me gustó su sonrisa, era cálida, limpia, cariñosa, aunque por un momento tuve la sensación de que guardaba un amago de tristeza.
Mientras su espalda rozaba el tronco del viejo árbol, sus manos buscaron y encontraron una abultada zona en mi pantalón y una sacudida recorrió mi espalda. Nervioso yo hice lo mismo, acaricie su pecho musculoso, su cuerpo fuerte, vigoroso, duro.
Nos desabrochamos mutuamente los cinturones, noté como metía su mano entre mi piel y la ropa. Sentí un escalofrío de placer cuando sus dedos rozaron las zonas más sensibles de mi cuerpo. Abrí un poco las piernas buscando el equilibrio perdido y le deje hacer. Mientras, yo saboreaba sus labios, rojos, carnosos y suaves.
No tuve conciencia del tiempo pasado, mi memoria ya no acumuló recuerdos, solo agradables sensaciones. Disfrutamos de nuestros cuerpos, abrazados, jadeantes y sudorosos hasta que la naturaleza hizo el resto. Un beso profundo y suave firmó el final de la relación. Unos pañuelos de papel recogieron y limpiaron los restos acusatorios.
Nos vestimos con rapidez, sonrisas de circunstancia, no me parecieron culpables. Me prometió que me volvería a buscar, me aseguró que le había gustado, tenía prisa, le esperaban en casa, era muy tarde.
Le pregunté por su nombre. Se llamaba Juan.
Muy a mi pesar le deje que se fuera. Me dio un beso casi furtivo en los labios, sonrió y sin decir nada más se fue corriendo hacia la salida del parque.
Aquel encuentro me dejó abrumado. Los días siguientes no logré apartar de mi mente lo ocurrido aquella tarde. No supe borrar de mi pensamiento su cuerpo, su cara, sus labios, sus ardientes besos. No quería, pero sobre todo, no podía dejar de pensar en él.
A medida que los días fueron pasando, mientras paseaba por las calles, en los cafés, hasta en el trabajo, mi obsesión aumentaba. Su imagen se reflejaba en todas las caras jóvenes que veía pasar a mi lado.
Esperaba que el tiempo borrase la fascinación que me había producido aquel encuentro, pero no fue así. Cada vez era más intensa, profunda y agobiante.
Decidí que la única solución a mi problema era volver a verle, tenía que volver a sentir su cuerpo junto al mío, solo así sabría si lo que sentía era solo un capricho, o realmente era mucho más profundo.
Por eso volví de nuevo al parque, esperaba encontrarlo en el mismo sitio, en el mismo lugar donde nos vimos la primera vez. Necesitaba volver a estar vivo. Mi mente precisaba recuperar la sensación de volver a sentir su calor al abrazar su hermoso y joven cuerpo.
Ya estaba a punto de abandonar la espera cuando de repente vi aparecer por uno de los senderos al muchacho delgado que estaba a su lado el día que le conocí. Me miró y su sonrisa me indicó que se acordaba.
Iba solo, fui hacia él, le saludé. Creo que pensó que yo quería algo más que una simple conversación. Le saqué de su error con rapidez preguntando por su amigo.
La sonrisa desapareció de su rostro. Mi ego interno creció varios enteros. No parecía un pobre muchacho que vendiese su cuerpo al mejor postor. Pronto mi sueño se desvaneció con las palabras que surgieron de la boca del muchacho ante mis preguntas.
Con voz temblorosa, que supuse era producto del frio, fue relatando con lentitud que Juan se había ido a vivir a otra ciudad, lejos, muy lejos. Dijo que casi seguro que no volvería en una larga temporada. Intenté sacarle más información pero no quiso decirme nada. Cualquier nueva pregunta sobre el muchacho parecía chocar contra un muro de silencio. No quedé tranquilo con sus explicaciones, no supo responderme a mis preguntas sobre cuando se fue, con quien y porqué lo hizo. Se contradijo en las respuestas.
Al final, acorralado con mi interrogatorio, solo logró balbucir una torpe despida y salió casi huyendo de mi lado.
Me encontré triste y abatido. Todo el frío del ambiente se metió en mi cuerpo. Pensé que no valía la pena, que solo había sido otro más, una nueva muesca en la joven pistola de aquel muchacho. Posiblemente ni se acordaba de aquel atardecer cuando gozó con el cuerpo de otro hombre protegidos por la penumbra. En ese momento, vino a mi memoria mi pasado y comprendí.
Debo olvidar. Estoy seguro que con el tiempo lograré hacerlo. En realidad, solo pasaron tres meses desde que lo vi, aún es pronto.
Hoy es lunes, de nuevo vuelvo a la monotonía del trabajo.
La secretaria del juzgado me pasa multitud de papeles y escritos que debo firmar, luego comenta que tengo dos casos desagradables para resolver. Le digo que me ponga al día.
Las ganas de complacerme le hacen sonreír mientras comienza a hablar. No recuerda los datos, se disculpa y va a la otra habitación del juzgado a recoger los autos. Los ojea y mientras lo hace, se coloca a mi lado.
Escoge entre ambos el que considera más morboso. Yo la escucho sentado en mi sillón y esbozo una leve sonrisa. Oculto la boca con una mano para que no considere ofensiva la expresión de mi cara.
Me relaja oír su voz cálida, de mujer madura, casi maternal. Pongo mirada interesada aunque presto poca atención a lo que cuenta. Mi mente esta distraída pensando en otros agradables recuerdos.
Mientras escucho las incidencias del primer caso, comienzo a sentir una incómoda sensación que me oprime el pecho. Tengo un desagradable presentimiento. De repente, un temblor recorre mi cuerpo y pierdo parcialmente la conexión con la realidad que me rodea. Mi cara palidece y noto que un sudor frio empieza a cubrir mi frente.
Con dificultad logro entender lo que dice a continuación mi secretaria. Refiere con voz pausada que se trata de un desagradable accidente ocurrido hace pocos meses. Al parecer el conductor del coche tenía un nivel alto de alcohol en sangre, dato que fue confirmado en la posterior prueba de alcoholemia. Está demostrado que la velocidad del coche era claramente excesiva.
En el accidente fue atropellado un joven de 19 años, moreno, de complexión atlética. El atestado levantado por la policía refiere que fue arrollado por el coche cuando salió corriendo de un parque e intentó atravesar la calle.
A pesar de las medidas de reanimación practicadas, falleció instantes después de ser ingresado en el hospital debido a las graves lesiones internas que presentaba.
Lesiones que figuran bien detalladas en el informe anexo del forense tras la necropsia realizada.
Según consta en los autos, el muchacho se llamaba Juan.

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