jueves, diciembre 06, 2007

LOS SUEÑOS, SUEÑOS SON

Rara vez me ocurre.
Casi nunca suelo recordar los sueños.
Estoy seguro que los tengo casi todas las noches pues algunas veces logro recordar pequeños fragmentos, mínimas partes de un todo. Pero esto solo pasa cuando me despierto a los pocos instantes de haber soñando.
Esta madrugada me ocurrió.
De repente desperté con una desagradable sensación de angustia.
Tuve la impresión de seguir durmiendo, pero pronto me di cuenta de que no era así. Con los ojos medio cerrados, miré el reloj para ver la hora que era. Creo que eran las cuatro.
Luego miré al techo de la habitación. Pero no estaba donde se suponía que debía de estar. Sentí cierto temor. Era muy extraño. El techo había desaparecido. En su lugar veía un negro y profundo abismo. Y yo flotaba en él sin que nada ni nadie me sujetase.
Giré el cuello mirando hacia los lados. Solo vi una enorme y agobiante oscuridad.
Entre tanto vacío, y muy lejanas, pude percibir unas diminutas luces distribuidas al azar.
Todo el entorno acabó siendo familiar. Me recordaba las películas en las que aparecía el oscuro espacio sembrado de estrellas.
Acabé aceptando, en mi absurda lógica, que estaba en medio del vacío espacial.
Sin ninguna gravedad. Flotando. Silencioso.
Necesité cerrar los ojos durante unos segundos para que desapareciese la desagradable náusea que me vino a la boca.
Era semejante a hacer submarinismo, pero sin agua.
Miré en dirección a mis pies en un vano esfuerzo de encontrar el suelo. Lo único que logré fue que aumentase el mareo.
Volví de nuevo a cerrar los ojos. Al abrirlos, note la existencia de un objeto circular flotando en el espacio que aumentaba de tamaño por momentos. Tenía un difuso color cobrizo, ocre, y su superficie estaba llena de multitud de cráteres de distintos tamaños. Enormes grietas y desfiladeros serpenteaban en las planicies semejando cuencas de viejos y desaparecidos rios.
Me resultó conocido. Su aspecto era idéntico a las imágenes que tengo en la memoria de las fotos enviadas por las últimas sondas que giran alrededor del planeta Marte.
Pero lo que estaba viendo parecía mucho más nítido. Más real.
Sin proponerlo, ante mi asombro, el hipotético planeta continuó aumentando de tamaño. Pronto la curvatura del rojizo horizonte se fue aplanando y noté el frio de su atmósfera rozar mi cara. Con rapidez el suelo se fue acercando a mis pies. Quise gritar, pero el pánico agarrotó mis cuerdas bucales. Logré articular un agónico sonido gutural.
Luego solo oí mi silencio oculto por el sonido del viento.
Fue increíble, pero pronto noté que mis pies se posaban con suavidad en el árido y polvoriento suelo.
Poco a poco me fui calmando.
Observé que multitud de piedras grisáceas, de diferentes tamaños, estaban esparcidas por toda la superficie que me rodeaba.
Levanté mis ojos y vi que el Sol, de un tamaño mucho más pequeño al esperado, iluminaba el cielo de un color amarillo pálido.
La curiosidad superó mi temor ante lo desconocido.
En un arranque de audacia me agaché y con la mano agarré un puñado de aquella sustancia que parecía arena y que cubría todo el suelo. Al instante noté que aquella sustancia se movía. Parecía estar viva. E intentaba escurrirse entre mis dedos. Quise impedirlo apretando con más fuerza mis dedos, cerrando con más intensidad la mano.
En ese momento sentí un dolor agudo en todo el brazo. Fue una punzada que llegó hasta lo más profundo de mi cerebro como una severa advertencia. Un dolor tan intenso que hizo que despertase bruscamente.
De repente me di cuenta. Aún estaba acostado. En mi habitación. Las paredes y el techo seguían en su sitio.
Respiré hondo. Todo había sido un desagradable sueño. Casi una pesadilla.
Con lentitud me senté en el borde de la cama y abrí la mano derecha que mantenía aún fuertemente cerrada.
Al hacerlo, vi una pequeña cantidad de polvo rojizo que se escurría entre los dedos de mi mano.

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